Todo en la preclara ciudad de Mompox cobra grandeza y señorío, suscita las más acendradas emociones patrióticas, reconcilia al hombre con sus semejantes e induce a pensar en que todavía es posible encontrar tierras de promisión, lugares paradisíacos, en medio del vórtice espantoso que desasosiega a la humanidad y la atormenta.
Todo es ahí propicio deleitosamente al ensueño y a la poesía, desde el nombre de la comarca perdido en los lontanos orígenes precolombinos y no emancipados aún del mito y la leyenda, hasta la estructura material de la villa que recuerda aquellas viejas ciudades castellanas.
Ahí el pasado revive como una almáciga de esperanzas o como una elocuente incitación a las heroicas aventuras de la gloria mientras que no se percata uno del fluír del presente, ni de la angustia espectante del futuro, como acontece en aquellas urbes apocalípticas donde las estridencias de las máquinas y el trajín de los mercadantes han sustituido al ritmo grave y acompasado del pensamiento, a la gestación silenciosa de la belleza y al callado germinar cotidiano de aspiraciones empenachadas y de nuevas esperanzas.
En éste sitio y en otros que se les parecen, es posible aún gozar del espectáculo del mundo en su divina simplicidad y medir el tiempo por la altura de los árboles de la herendad paterna, como lo hacia el filósofo español, y dar gracias a Dios por el regosto a la plenitud y a la vida.
MARIO ALARIO DI FILIPPO, 1958
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